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Todo el mundo tiene en su interior rincones particulares: uno de los míos es la playa de la hierbabuena, en Barbate, Cádiz.
En mi última novela, «El laberinto de las Hormigas», está presente, surge del abismo del inconsciente en uno de los pasajes de la historia acompañando a Emma.
Obviamente se trata de una visión distorsionada de la realidad (como toda ficción que se preste), aunque nada en la la experiencia propia que supone sentirla una y otra vez cada vez que tengo la oportunidad de visitarla.
He aquí un fragmento del libro donde se nos presenta majestuosa:
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La segunda tarde tras su llegada, carga el maletero del coche con un pack de cervezas y se marcha a ver la llegada de la noche en una de las calas más próximas. Hace frío pero su piel no lo percibe, está tersa como la corteza de un árbol, aún temerosa frente a las manos que no son suyas.
En el suelo cuenta ya ocho latas de cerveza, algunas a medio beber y aún es temprano, quizás que no sean ni las cinco.
El cielo está encapotado, amenaza con llover de un momento a otro. No hay nadie a su alrededor, solamente las piedras de los enormes muros que funcionan como acantilados y las gaviotas que merodean en la orilla.
Un tenso oleaje abate la superficie del mar que impacta con furia en las brechas de las paredes de piedra. Mira con rabia ese espectáculo de bravura y rompe a llorar gritando desesperada aunque su grito no puede escucharlo: el bullicio del agua lo apresa entre sus manos. Entonces, siente una necesidad imperiosa de sumergirse en el océano y dejarse llevar por la corriente tan lejos como quisiera aquella espiral de furia nacida del tridente de Neptuno.
Sí, se dejaría mecer por las ondas de la superficie recorriendo toda su estela en un baile sin máscaras que le llevarían aquí y allá. Sus fuerzas le abandonarían por completo a una distancia lo suficiente lejana de la playa como para que le fuera imposible retornar. Ese sería su grandioso final, engullida por el gran azul, sin dejar rastro alguno salvo los restos de su carnaza deglutidos por las criaturas de las profundidades.
Se desnuda y hace un amago de introducirse en el oscuro mar sobre el que ya caía una fina capa de lluvia: sumerge primero sus pies, avanzando a ritmo cansino hasta que el agua le cubre las rodillas y se para repentinamente: recuerda que el pensamiento que se ha resuelto en su retina como una revelación lo ha leído antes. Podía ser Jack London el que hablaba en su cabeza, tal vez Ernesto Sabato o quizás los dos a la vez, a ellos les debía la consagración de esa idea que en su inconsciente se había construido-estaba segura de ello-, y que de alguna manera lo que pretendía era traer hacia adelante el fin mismo de toda la historia.
Pero-se pregunta- ¿es este realmente el momento indicado? duda de ello: aún le quedan un par de cosas por aclarar en la vida.
Entonces se da la vuelta siguiendo la línea de agua que han dejado sus piernas y que la llevan hacia el montón de basura donde se apelotonan las latas de cerveza y la ropa manchada de arena mojada.